Cuando un arma dispara lo único que nos queda es el aturdimiento, el silencio antes del crimen, la sensación de una vida evaporándose rápidamente pero a la vez tan lento que incluso creemos poder saborear el momento, tomarlo y guardarlo por siempre en una caja de cristal para así poder exhibirlo como nuestro.
Cuando la bala toca al cuerpo lo hace, aunque no lo creamos, con delicadeza y así como un pintor con su brocha, la bala con su plomo va lanzando pintura roja por todos lados para que podamos admirar su más grande creación, la destrucción.
Cuando el cuerpo cae lo hace aún con vida, con el corazón yéndose a dormir y con el cerebro tratando de sobrevivir mandando descargas eléctricas fuertes y constantes al cuerpo que para la consciencia se traducen en recuerdos fuertes como lo podría ser un dios, un demonio o los momentos más importantes de la vida desvaneciéndose.
Justo en este instante, en este intervalo de existencia no definido por el tiempo, no estamos ni vivos ni muertos y en ese exacto momento somos eternos viviendo por siempre la muerte con la sensación de borrarse con los ojos abiertos.
Por eso a mí cuando me disparen, disparen a la cabeza, así el cerebro morirá antes de querer salvarse y yo, por ende, jamás existiré para siempre.
Por eso a mí cuando me disparen, disparen a la cabeza, así el cerebro morirá antes de querer salvarse y yo, por ende, jamás existiré para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario