lunes, 6 de noviembre de 2017

Carta para Ana (Fragmento 2)

Ana,
No nos veremos mañana.
Pocos días me parecen bellos ya, pasan oscilando entre los intervalos de una vida lenta, bailando entre la luz y la oscuridad como un violento vals que me priva del sueño.
Y mis sueños no son mis sueños.
Y así de lento destapo la cara de una novia triste, y al soltar el velo mi mano esta en llamas y al arder no me quemo, pues ya ni el fuego ni la luz intensa ni galaxias completas me queman. Nada me quema últimamente por más quemadas que en mis manos se vean.
Y mis manos no son mis manos.
Y como si las paredes significaran algo o los astillados dientes se aferran fuerte a la piel de una nostalgia que se escapa, volumétricas sombras me rodean con sus lenguas llenas de dudas exigiéndome hasta el último momento tranquilo que me queda.
Y mi sombra no es mi sombra.
Ni los árboles me hablan ya, más bien con desprecio me ven pasearme entre sus cortezas adoloridas como las arrugas del tiempo, como los soles del verano en el desierto o los besos que se quedaron en besos, dolidos como aquella lluvia perdida en los inviernos.
Y mi invierno no es mi invierno.
Y las gotas de esta lluvia caen, pero no chocan. Les da pena…
Por eso evito constantemente el choque accidental con tus luces, por miedo a ese golpe de realidad que induces, temor a volver a ver al niño marginal que me atribuyes. nada queda. Nada queda. Ni entre los lienzos ni en la estepa.
Y mi lienzo no es mi lienzo.
Podría ser, claro, que todo sea el reflejo del tetradimensional espejismo de un mar ausente, la representación de una corriente de aire ligera sobre los ríos de una espalda desnuda, los llantos del infante nacido en infamia. Así formaríamos una casa de voraces habitaciones.
Y mi casa no es mi casa.
“Y que la muerte te sirva de lección” solía despertar diciéndome, pero si la muerte se tarda en llegar por ir recogiendo vidas que a la mía están amarradas entonces en un infantil verso se queda. En eso te quedas, muerte, en los cuentos de un niño que, por miedo, jamás buscó una navaja.
Y mi muerte no es mi muerte.
Y para aclarar las cosas, en sí no existe una pregunta, aunque seguro le tengo su respuesta y es que no me permito tolerar la insulsez de una vida en pocos cuadros, en fragmentos perdidos de un artefacto, y si quizás antes el tacto con la piel correcta ayudaba, de nada sirve ya. Ya no.
Y mi piel no es mi piel.
Pero si lo pensamos bien…
Si lo pienso bien…
Quizás sí me equivoco y nos veremos mañana, quizás jamás te encuentre pues faltan palabras, y siempre faltarán palabras o voces o sonidos o espectros para manifestar las penas de alguien que no te alcanza.
Y si me lo exiges te lo digo y sí, claro que me quedan momentos tranquilos que tengo bien guardados en un cofre escondido entre mis pulmones, o tal vez flotan en un océano de existencias que nunca fueron.
Tal vez viajan a través de las venas de este mundo y los comparto con un hermano perdido, un perfecto desconocido, un susurro recurrente que me encuentro en las esquinas o en el fondo de las piscinas, o tal vez ya no están ahí pues hace tanto que no voy a verlos, preferí guardarlos para aquel día en el que decidiera seguir durmiendo.
Y no, mis sueños ya no son mis sueños, ni mis manos mis manos, ni mi sombra mi sombra. Todo eso lo cambie por polvos mágicos, un café, un cigarro y una nueva alfombra.
Y mi invierno ya no es mi invierno, ni mi lienzo mi lienzo pues estos forman parte de un museo en donde se exhiben las cosas que deberíamos estar viviendo.
Y mi casa ya no es mi casa, ni mi muerte mi muerte, pues si la casa, que bien es mía, pero con sensaciones ajenas, muere, a la muerte, por más que me mate, ya nada le queda por llevarse, ni mis sueños, ni mis manos, ni mi sombra, ni mi invierno, ni mi lienzo, ni la misma casa…
Tan solo queda mi piel.
Pero ambos sabemos que mi piel ya no es mi piel. Te la robaste el día en que te perdiste mientras te adentrabas en el denso humo de las fiestas y la miel.






























Pero no te preocupes.

































Quédatela.

































Te la doy.

































Póntela.


































Aunque sea por hoy.

Carta para Ana (Fragmento 1)

Ana,
Aquí no somos nada más que pequeñas partículas monoatómicas, no estamos unidos, y por más que el atardecer trascienda de un día de espectáculos alegóricos compartidos contigo en donde la tarde se pone su ropa favorita y se pasea de cordillera a cordillera con las rodillas finas de una linda niña, tú y yo ya no estamos juntos.
Ya es de noche y el sol con leyendas rococó se esconde, pero la noche baila, Ana, ella baila como tú bailabas sobre una idealizada cama con tus frágiles muñecas oscilando de arriba a abajo, conservando la energía, con tus delicadas y definidas sombras faciales.
¿Quién las pintó? O mejor dicho ¿Quién te pintó? pero más importante aún ¿Quién te escribió?
Ana ¿Quién te escribió?
Pues maldito sea el que te haya escrito, maldita su tierra y su sangre y su mano que se atrevió a definirte capítulo por capítulo, estrofa por estrofa, verso por verso, palabra por palabra… maldito sea y muchas gracias. Sí, Ana, muchas gracias al escritor por haber liberado al mundo algo que es de todos y de nadie, alguien mía pero ajena pues, Ana, eres tan mía como eres tuya, así como yo soy tan tuyo y punto.
Ana, el tiempo corre en esta impredecible corriente de realidad y mientras las estaciones pasan como parvadas de pájaros cuando el día envejece yo también envejezco. Me vuelvo débil, lento y gordo, y mientras yo envejezco tú te añejas como el más fino de todos los vinos, fuerte, deseada, inalcanzable, perfecta.
Me duele que no sepas que eres tan perfecta.
Y mientras yo trataba de enamorarte con canciones compuestas en los bares del centro, arcaicas melodías, clichés y rimas, mientras buscaba formas de a lo lejos tocar tu mano, sostenerte entre mis brazos, poder besarte o compartir la tarde, en la noche te encontraba sin vida o con tu mano en una que no era la mía o con tu cuerpo sostenido por delgados hilos rojos amarrados de un extremo a tus muñecas y del otro a las nubes o con marcas de labios en tu cuello, labios que no eran estos labios míos, pero sí eran unos labios que me decían dónde encontrarte.
Seguro estarías festejando en la calle con tus pocos amigos y uno que otro desconocido con la suerte de poder a ti acercarse. Yo a veces te veía, yo temeroso y tú vestida de rojo, y cuando te embriagabas yo te llevaba a tu casa, la lujuria te acorralaba y pedías ser acariciada… jamás supe cómo. Jamás supe cómo y jamás lo hice. Comprensiva entonces me pedías que te cantara. Ana, yo te cantaba y tú disfrutabas tanto mi canción, sonreías mientras mecías tu mareada cabeza de un lado a otro hasta quedarte dormida.
A la mañana siguiente con los enrojecidos ojos aún te miraba y cuando despertabas llorabas y me pedías que nunca te dejara. Luego te ibas. No volvías. No volvías, Ana, no volvías.
Ana, si me fui fue por falta de fortaleza. Ana, si me fui fue por forzarme a no fallar más. Ana, te pido perdón. Ana, perdón.
Ana, perdón.












































No nos veremos mañana.