Es interesante como una persistente memoria de alegría puede tomar matices tan apáticos de un momento a otro, como se retuercen los dos extremos de una historia indiscutiblemente bipolar, como uno es frágil ante el contexto en el que se encuentra.
Me pasó hace poco con una mujer que a duras penas conocí y que a duras penas me conoció, una persona que funcionaba como medicina para el alma al conceptualizarla de maneras tan absolutamente perfectas a través de tantas imágenes que se pegaban a las paredes interiores de mi cabeza como polillas disecadas clavadas con alfileres en pedazos de madera sólo para que un hombre pueda guardarlas como una perversa oda a la belleza. La incertidumbre de este cáncer sin duda tuvo la culpa, el hipotético mañana de alguien a quien también aprecias, el perder para siempre.
Recuerdo hace unos años toda cuestión tenía como respuesta Sí o No, recuerdo la belleza en la simplicidad que eso implicaba, recuerdo cuando una noche en vela era suficiente para ser un martir y recibir palmadas en la espalda, recuerdo también fingir que lo detestaba, recuerdo el falso desprecio a la empatía y el presumir del sabor amargo en mi boca. Así de tonto puede ser un niño, y si bien jactarse como hombre sería un error también lo sería seguir pretendiendo no formar parte de la carnosa masa de injusticia y soledad con esa sensación de resaca que a la vida le gusta tanto. Ya no es una búsqueda por la melancolía, ni por una mujeres que me acompañe en las noches, ni por un momento a solas con alguna persona o una vida entera con otra, no se trata de escribir poemas y ponerlos en libros ni de atrapar mariposas en el jardín y jactarme de que son mías, no es acerca de los latidos de un corazón que busca desvanecerse lentamente en la ausencia porque cree que es lo mejor, porque es su cobarde forma, disfrazada de coraje, de enfrentar los obstáculos que el amanecer tiene para él, no es pretender humildad al decirse a uno mismo que es especial cuando al mundo lo ve con los ojos de un falso santo, no es una historia de amor, ni una historia triste, no hay guerra, no hay anhelo de paz, ni bosques ni cielos ni estrellas y decir que todo eso que esta persona sintió no fue mentira sería mentir.
Al menos ahora sería mentir así como sería mentir que mi argumento para fingir elocuencia sea que la esencia precede a la existencia o que la vida es sobre la cuadruple raíz de su puta madre. Así funciona, dejando al pasado ser pequeñas mentiras que nos definen y justifican en el camino más monótono y atonal de todos, escupiendo deseos a un cielo nocturno, escupiendo deseos infantiles y absurdos que bien sabemos que nunca se cumplirán, y eso es lo que más nos gusta, a un cielo nocturno que ningún significado tiene.
Pero a pesar de todo eso sí quedan deseos, deseos simples que funcionan como solución para cosas simples que atormentan más nuestra vida que el abandono o la tristeza, deseos como pedir perdón a toda mujer que engañé con falsas canciones de amor, deseos de justificarme a través de la ignorancia, deseos de en verdad no ser nadie ni nada para poder caminar anónimo por la calle y así disfrutar esos pequeños placeres como una brisa fresca y húmeda, deseos de no haber cometido errores o al menos haber advertido a los demás de uno mismo o quizás haber prestado un poco más de atención, deseos de no arrepentirse, deseos que cualquier persona desea pero no lo sabe o no lo quiere aceptar.
Deseos de respirar más lento, deseos de haberme dado cuenta o de acabar con esta abrumadora indiferencia.
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